La República
Por Alberto Vergara (*)
28 de febrero de 2010
Let’s sing another song, boys,
this one has grown old and bitter.
Leonard Cohen
Durante las últimas semanas, la página editorial de este periódico ha sido tribuna de un enconado debate entre varios de sus columnistas. Los involucrados han sido Alberto Adrianzén y Nicolás Lynch, en una esquina y, en la de enfrente, Martín Tanaka. El origen de la discusión está en los artículos de este último criticando moderadamente los libros que recientemente publicaron Lynch y Adrianzén. Pero las respuestas han sido agrias. Nicolás Lynch trató a Tanaka de “malagua” y le achacó una “epistemología de supermercado”. Adrianzén, menos fosforito, le increpó ser un defensor del orden social prevaleciente.
¿A qué se debe la vehemencia en las respuestas de Lynch y Adrianzén? Aunque son varios los temas que animan este debate, quisiera detenerme en dos aspectos especialmente pertinentes.
Primer punto: ¿el régimen democrático debe ser de izquierda? La pregunta puede sonar absurda pero no lo es ya que en los escritos de Lynch y Adrianzén tal ecuación es siempre sugerida. Permanentemente, mencionan que “Toledo frustra la transición” (Lynch, 9 de febrero). La frustración, desde luego, proviene de haber mantenido el régimen económico neoliberal. Debemos asumir, entonces, que para ellos en el Perú carecemos de una democracia ya que una transición frustrada, por definición, es una que no desembocó en el régimen democrático.
El argumento parece ser la versión contemporánea de uno que la izquierda solía utilizar en los ochenta. El movimiento popular y movilizado que había derrocado a la dictadura de Morales Bermúdez no encontró un espacio en el juego de las instituciones democráticas que se abrieron con la Asamblea Constituyente de 1978. Lo que se recuperó fueron “solamente” las dimensiones políticas de la ciudadanía (básicamente el derecho al voto) pero se dejaron de lado las dimensiones sociales y económicas. Así fue que Lynch bautizó a aquella transición como “conservadora” (Ver “La transición conservadora. Movimiento social y democracia en el Perú 1975-1978”. Lima, Ediciones El zorro de abajo, 1992). Tal era el desagrado con la institucionalidad surgida de aquella transición que la representación izquierdista en la Asamblea Constituyente (¡un tercio!) se negó a suscribir la Constitución de 1979. Y posteriormente, de 1980 a 1985, solo tuvo palabras de desprecio para el gobierno de Acción Popular. Es por lo menos curioso que varios ex militantes de aquella izquierda hoy echen de menos la constitución que negaron y se deshagan en mimos nostálgicos hacia Valentín Paniagua, prominente líder de aquel gobierno que solo supieron insultar.
En fin, el argumento está de vuelta treinta años después: los ocho meses en que Valentín Paniagua fue presidente contenían el germen de una refundación republicana en la que no solo cambiaría el régimen político sino el modelo económico neoliberal (inseparable de la dictadura fujimorista). Para avalar esta idea, Adrianzén (13 de febrero) cita unas frases de Paniagua en que, efectivamente, don Valentín alude a una refundación republicana… ¡pero nunca alude a deshacerse del modelo económico neoliberal! Debo confesar que me perpleja este trapicheo con el recuerdo de Paniagua. Según Adrianzén, “las ideas de Paniagua, en cierta forma, eran cercanas a las que se viven actualmente en los países andinos”. ¿Perdón? Paniagua, que estudió y defendió toda su vida el constitucionalismo y el imperio de la ley contra el militarismo y el caudillismo, ¿estaría entusiasmado con caudillos plebiscitarios que cambian las constituciones como les da la gana para perpetuarse en el poder?
Y luego llegan las “traiciones”. Según Lynch y Adrianzén, Toledo se burló del electorado pues olvidó sus promesas electorales del 2001. A ver, Toledo nunca fue ni nacionalista ni socialista. La idea de un Toledo traidor no tiene pies ni cabeza. Aquí les va una pista: Mario Vargas Llosa apoyó su candidatura el 2001. ¿De dónde sacaron, entonces, las esperanzas de que Toledo fuese un Humala avant la lettre? Más bien, creo que Tanaka tiene razón cuando afirma que estos intelectuales se han ido radicalizando en los últimos años, alejándose de posiciones socialdemócratas para terminar de groupies de un caudillo nacionalista. Y luego aparece la traición de García. Según Lynch (6 de febrero), García candidato había utilizado una retórica inflamada contra el TLC y finalmente traicionó ese discurso al moderarse y dar luz verde a dicho tratado. Pero esto es incorrecto. Quien se opuso abiertamente fue Humala. García, cínica y hábilmente, puso montones de reparos al TLC sin dejar en claro si lo firmaría o rechazaría. De hecho, esta fue una de las sinuosas estrategias por las cuales terminó estando a la derecha de Humala (que lo rechazaba tajantemente) y a la izquierda de Lourdes Flores (que lo aceptaba sin reservas), consiguiendo así avanzar a la segunda vuelta.
El problema, entonces, no son las traiciones, sino los sueños transicionales. Durante las transiciones nuestros intelectuales orgánicos suelen imaginar el advenimiento de un movimiento “plebeyo” que tomará el Estado y luego, ¡zas!, se despiertan con el baldazo de agua fría de las elecciones. En lugar de cargar las tintas contra el régimen político (contra las reglas del juego democrático), sería más justo que dediquen ese esfuerzo a analizar por qué sus opciones preferidas –a pesar de la enorme cantidad de votos recibidos el 2006 tanto en la presidencial como en el congreso—, no han logrado consolidar una agenda o un partido. En resumen, si Toledo o García hubiesen gobernado como Adrianzén y Lynch fantaseaban, el régimen político sería democrático. O sea, para ellos el carácter democrático del régimen no proviene de la sucesión de elecciones limpias y justas, sino de las políticas públicas que los gobernantes deberían haber puesto en marcha.
Segundo punto. La objetividad y el activismo del científico social. Aquí quien ha lanzado la frase clave es Nelson Manrique: Tú también tienes ideología, le ha dicho a Tanaka. Y todos han secundado esta idea de que la crítica se realiza desde alguna posición política y, por lo tanto, no se debe ir por la vida pretendiendo la “objetividad”. Pero digamos lo evidente: los libros y los artículos pueden ser deficientes o logrados, mejores o peores, independientemente de la orientación política que ellos o sus autores tengan. La posibilidad de verificar ciertos niveles de calidad objetivos es lo que permite que la academia y el debate de ideas sobrevivan. Los libros de Manrique son estupendos porque cumplen con estos estándares y no porque sean de izquierda.
¿Cuál es la utilidad de exigir a quienes reseñan libros que anuncien en qué equipo político juegan? Peor aún, ¿por qué asumir que todos juegan en algún proyecto político? Yo le veo una intención muy clara. Es la vía por la cual todos los argumentos valen lo mismo, todos los libros terminan reducidos a ser expresión de una ideología, todos serían expresión de unos “intereses” particulares. Se instaura el relativismo más nocivo para el conocimiento pues nadie tendría ideas o hallazgos originales sino apenas reflejos de una agenda política implícita o explícita ¿Y a quién favorecería todo este relativismo? A quienes escriben libros deficientes.
(*) Politólogo
Let’s sing another song, boys,
this one has grown old and bitter.
Leonard Cohen
Durante las últimas semanas, la página editorial de este periódico ha sido tribuna de un enconado debate entre varios de sus columnistas. Los involucrados han sido Alberto Adrianzén y Nicolás Lynch, en una esquina y, en la de enfrente, Martín Tanaka. El origen de la discusión está en los artículos de este último criticando moderadamente los libros que recientemente publicaron Lynch y Adrianzén. Pero las respuestas han sido agrias. Nicolás Lynch trató a Tanaka de “malagua” y le achacó una “epistemología de supermercado”. Adrianzén, menos fosforito, le increpó ser un defensor del orden social prevaleciente.
¿A qué se debe la vehemencia en las respuestas de Lynch y Adrianzén? Aunque son varios los temas que animan este debate, quisiera detenerme en dos aspectos especialmente pertinentes.
Primer punto: ¿el régimen democrático debe ser de izquierda? La pregunta puede sonar absurda pero no lo es ya que en los escritos de Lynch y Adrianzén tal ecuación es siempre sugerida. Permanentemente, mencionan que “Toledo frustra la transición” (Lynch, 9 de febrero). La frustración, desde luego, proviene de haber mantenido el régimen económico neoliberal. Debemos asumir, entonces, que para ellos en el Perú carecemos de una democracia ya que una transición frustrada, por definición, es una que no desembocó en el régimen democrático.
El argumento parece ser la versión contemporánea de uno que la izquierda solía utilizar en los ochenta. El movimiento popular y movilizado que había derrocado a la dictadura de Morales Bermúdez no encontró un espacio en el juego de las instituciones democráticas que se abrieron con la Asamblea Constituyente de 1978. Lo que se recuperó fueron “solamente” las dimensiones políticas de la ciudadanía (básicamente el derecho al voto) pero se dejaron de lado las dimensiones sociales y económicas. Así fue que Lynch bautizó a aquella transición como “conservadora” (Ver “La transición conservadora. Movimiento social y democracia en el Perú 1975-1978”. Lima, Ediciones El zorro de abajo, 1992). Tal era el desagrado con la institucionalidad surgida de aquella transición que la representación izquierdista en la Asamblea Constituyente (¡un tercio!) se negó a suscribir la Constitución de 1979. Y posteriormente, de 1980 a 1985, solo tuvo palabras de desprecio para el gobierno de Acción Popular. Es por lo menos curioso que varios ex militantes de aquella izquierda hoy echen de menos la constitución que negaron y se deshagan en mimos nostálgicos hacia Valentín Paniagua, prominente líder de aquel gobierno que solo supieron insultar.
En fin, el argumento está de vuelta treinta años después: los ocho meses en que Valentín Paniagua fue presidente contenían el germen de una refundación republicana en la que no solo cambiaría el régimen político sino el modelo económico neoliberal (inseparable de la dictadura fujimorista). Para avalar esta idea, Adrianzén (13 de febrero) cita unas frases de Paniagua en que, efectivamente, don Valentín alude a una refundación republicana… ¡pero nunca alude a deshacerse del modelo económico neoliberal! Debo confesar que me perpleja este trapicheo con el recuerdo de Paniagua. Según Adrianzén, “las ideas de Paniagua, en cierta forma, eran cercanas a las que se viven actualmente en los países andinos”. ¿Perdón? Paniagua, que estudió y defendió toda su vida el constitucionalismo y el imperio de la ley contra el militarismo y el caudillismo, ¿estaría entusiasmado con caudillos plebiscitarios que cambian las constituciones como les da la gana para perpetuarse en el poder?
Y luego llegan las “traiciones”. Según Lynch y Adrianzén, Toledo se burló del electorado pues olvidó sus promesas electorales del 2001. A ver, Toledo nunca fue ni nacionalista ni socialista. La idea de un Toledo traidor no tiene pies ni cabeza. Aquí les va una pista: Mario Vargas Llosa apoyó su candidatura el 2001. ¿De dónde sacaron, entonces, las esperanzas de que Toledo fuese un Humala avant la lettre? Más bien, creo que Tanaka tiene razón cuando afirma que estos intelectuales se han ido radicalizando en los últimos años, alejándose de posiciones socialdemócratas para terminar de groupies de un caudillo nacionalista. Y luego aparece la traición de García. Según Lynch (6 de febrero), García candidato había utilizado una retórica inflamada contra el TLC y finalmente traicionó ese discurso al moderarse y dar luz verde a dicho tratado. Pero esto es incorrecto. Quien se opuso abiertamente fue Humala. García, cínica y hábilmente, puso montones de reparos al TLC sin dejar en claro si lo firmaría o rechazaría. De hecho, esta fue una de las sinuosas estrategias por las cuales terminó estando a la derecha de Humala (que lo rechazaba tajantemente) y a la izquierda de Lourdes Flores (que lo aceptaba sin reservas), consiguiendo así avanzar a la segunda vuelta.
El problema, entonces, no son las traiciones, sino los sueños transicionales. Durante las transiciones nuestros intelectuales orgánicos suelen imaginar el advenimiento de un movimiento “plebeyo” que tomará el Estado y luego, ¡zas!, se despiertan con el baldazo de agua fría de las elecciones. En lugar de cargar las tintas contra el régimen político (contra las reglas del juego democrático), sería más justo que dediquen ese esfuerzo a analizar por qué sus opciones preferidas –a pesar de la enorme cantidad de votos recibidos el 2006 tanto en la presidencial como en el congreso—, no han logrado consolidar una agenda o un partido. En resumen, si Toledo o García hubiesen gobernado como Adrianzén y Lynch fantaseaban, el régimen político sería democrático. O sea, para ellos el carácter democrático del régimen no proviene de la sucesión de elecciones limpias y justas, sino de las políticas públicas que los gobernantes deberían haber puesto en marcha.
Segundo punto. La objetividad y el activismo del científico social. Aquí quien ha lanzado la frase clave es Nelson Manrique: Tú también tienes ideología, le ha dicho a Tanaka. Y todos han secundado esta idea de que la crítica se realiza desde alguna posición política y, por lo tanto, no se debe ir por la vida pretendiendo la “objetividad”. Pero digamos lo evidente: los libros y los artículos pueden ser deficientes o logrados, mejores o peores, independientemente de la orientación política que ellos o sus autores tengan. La posibilidad de verificar ciertos niveles de calidad objetivos es lo que permite que la academia y el debate de ideas sobrevivan. Los libros de Manrique son estupendos porque cumplen con estos estándares y no porque sean de izquierda.
¿Cuál es la utilidad de exigir a quienes reseñan libros que anuncien en qué equipo político juegan? Peor aún, ¿por qué asumir que todos juegan en algún proyecto político? Yo le veo una intención muy clara. Es la vía por la cual todos los argumentos valen lo mismo, todos los libros terminan reducidos a ser expresión de una ideología, todos serían expresión de unos “intereses” particulares. Se instaura el relativismo más nocivo para el conocimiento pues nadie tendría ideas o hallazgos originales sino apenas reflejos de una agenda política implícita o explícita ¿Y a quién favorecería todo este relativismo? A quienes escriben libros deficientes.
(*) Politólogo