Por Salomón Lerner Febres
Fuente Bajo La lupa
13 de noviembre de 2011
En una comprensión general del término intelectual, éste es quien trata o trabaja con ideas. De una manera más delimitada podríamos decir que el concepto abarca tanto a quienes elaboran una interpretación de nuestro presente y una propuesta sobre el futuro, cuanto a quienes pueden, al fin y al cabo, hacer que esas ideas se conviertan realmente en representación colectiva, en valor social, en ideas compartidas. Desde esta segunda perspectiva, menos restrictiva, no sólo el escritor original o el investigador erudito son intelectuales; lo son también los periodistas, los maestros de escuela, en fin, todos aquellos que, al hacer circular razones, opiniones, visiones del mundo dan forma al mundo mental colectivo en que vivimos.
En tal contexto, vale la pena preguntarse cuál es la responsabilidad que tienen los productores y difusores de ideas frente al Perú de hoy y frente al país que él podría ser en las décadas por venir. La premisa que está detrás de esta pregunta reside en que el intelectual cumple una función fundamental en el sentido más estricto de la palabra, pues ayuda a reconocernos. Como una realidad social, que se halla aún en trance de ser y brinda a partir de allí las ideas que puedan fundar el futuro bueno que todos deseamos.
Democracia, desarrollo, paz, convivencia plural, son lamentablemente en el Perú, realidades todavía por ser edificadas. Quizá por ello, justamente, la tarea que históricamente se ha esperado del intelectual sea la elaboración de una síntesis, la formulación de una propuesta de un proyecto nacional.
Tienta decir que hoy –salvo por la existencia de ciertos grupúsculos autoritarios y reaccionarios– ese proyecto, en sus contornos más generales y abstractos, se halla claramente identificado: el Perú del siglo XXI debe hacer realidad el ideal de una democracia representativa e incluyente y ha de embarcarse en un desarrollo expresado en bienestar general que, sin excluir el ideal del crecimiento económico, pero evitando hacer de él un fetiche que sustituya el fin real, vaya más lejos para así alcanzar lo que hoy se entiende como desarrollo humano: habilitación de las personas para el ejercicio de sus capacidades y, principalmente, el goce de su libertad.
Ciertamente si tal proyecto estuviera así de claro, el papel del intelectual podría resultar identificado o confundido con el rol de quienes han de concebir los medios para la realización de esa idea. Esto, sin embargo, debería evitarse si no deseamos que la distancia entre el intelectual y el experto en técnicas administrativas y financieras, en métodos de planificación y ejecución, se pervierta de manera que el primero cumpla un papel irrelevante como creador y como crítico.
Ahora bien, resulta que tan pronto como se mencionan las metas de la democracia o la del desarrollo, nos damos cuenta de que ellas no gozan en absoluto de la aceptación general que suponemos tienen. Y lo más problemático es que esa falta de universalidad no obedece a un cuestionamiento del desarrollo social y la democracia por medio de discursos implícitos y articulados, por obra de ideologías rivales frente a las cuales quepa tomar posición. Por el contrario, estas nociones son, o han sido, víctimas de un proceso imperceptible de corrupción por el cual la democracia ha llegado a ser comprendida, de modo reductor, como el ejercicio arbitrario de los cargos obtenidos mediante votos y el desarrollo, en muchas ocasiones, se ha convertido, para las elites gobernantes y empresariales, en mera preservación de los equilibrios macroeconómicos o, en el mejor de los casos, en la generación de empleos en condiciones premodernas de explotación.
Ante esa situación, el papel de los intelectuales en el Perú vuelve a ser el de propulsores de una idea. Pero ésta ya no será, creemos, esa idea minuciosamente normativa, repleta de contenidos y determinaciones, de los pensadores de los siglos XIX y XX, propia de una época de mayor autoconfianza, pero también aparejada de una menor sensibilidad a las diferencias culturales del país.
Lo que hoy toca hacer es una tarea más general, más urgente. Se ha de restaurar la imaginación política en el país; fundamentar y difundir una autocomprensión del Perú en la que la discusión sobre los fines vuelva a tener sentido, y, donde la deliberación ideológica organizada, y honesta, anteceda a la toma de decisiones que afectan a la mayoría de la población y no se impongan como si fueran leyes de la naturaleza en lugar de lo que verdaderamente son: visiones del mundo, intereses determinados y preconceptos de un grupo social en particular, opiniones que han de ser cotejadas con otros sentidos comunes, otros intereses y visiones.
Y esa tarea: la de la recuperación de la política como deliberación, resulta particularmente apremiante en un país que, como el nuestro, alberga una rica pluralidad cultural y tolera, casi diríamos se complace, en una insultante desigualdad socioeconómica.
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