domingo, 23 de mayo de 2010


Intelectuales del peor tipo

LOS QUE ESTÁN AL SERVICIO DE UN RÉGIMEN DUDOSO

El Comercio
Por: Umberto Eco Lingüista
Domingo 23 de Mayo del 2010

A principios de marzo, el diario “Corriere della Sera” publicó un artículo del columnista Ernesto Galli della Loggia (quien es cualquier cosa menos un comunista peligroso) criticando al Partito della Liberte, el partido político gobernante de Italia. Inmediatamente después, Sandro Bondi, Ignazio La Russa y Denis Verdini —todos ellos coordinadores del PDL— escribieron una carta conjunta al mismo diario expresando su desacuerdo. No detallaré el asunto; los escritores de opinión son libres de criticar a los partidos políticos y los políticos tienen el derecho de replicar a tales críticas. Lo que me interesa es la elección de palabras empleadas por los tres representantes del PDL.

Escribieron: “Hay críticas… Como las del artículo de ayer en “Corriere” que desafortunadamente emergen como estériles porque no brotan de una reflexión honesta de la realidad, sino de pensamiento autorreferente, como dirían los intelectuales”. El hecho de que las críticas de Della Loggia sean típicas de un “intelectual” también fue evidente en otras partes. Bondi, La Russa y Verdini escribieron que alguien que formula tales críticas se comporta “como si los hechos no existieran, viviendo como él lo hace en un medio estéril con la compañía única de sus libros favoritos y sus reflexiones altamente personales”.

Si por intelectual queremos decir alguien que labora con su mente en lugar de con sus manos, entonces los intelectuales no son solo filósofos y periodistas, sino también banqueros, agentes de seguros y, ciertamente, políticos. Tampoco La Russa y Verdini se ganan la vida arando la tierra. Y si un intelectual es alguien que no solo trabaja con la mente, sino también la usa para participar en actividades críticas, entonces los firmantes de la carta deben considerarse intelectuales.

El hecho es que la palabra en sí tiene connotaciones históricas particulares. La percepción moderna negativa del intelectual público se desarrolló durante la controversia que sacudió a Francia cuando Alfred Dreyfus, judío francés, fue equivocadamente acusado de traición. Un grupo de escritores, artistas y científicos, incluyendo a Marcel Proust, Anatole France, Georges Sorel, Monet, Emile Durkheim y Jules Renard —sin mencionar a Emile Zola, quien escribió la letalmente eficaz “J’Accuse” proclamando la inocencia de Dreyfus—, dijeron estar convencidos de que Dreyfus había sido víctima de una conspiración.

El futuro primer ministro francés Georges Clemenceau definió a esos hombres como intelectuales, pero la definición fue instantáneamente empleada en un sentido derogatorio por reaccionarios como Maurice Barres y Ferdinand Brunetiere. Estos usaron el término para indicar a gente que, en lugar de ocuparse con la poesía o la ciencia metían las narices en asuntos en los que no eran competentes.

Para los acusadores de Dreyfus, en consecuencia, el intelectual era alguien que vivía entre sus libros y abstracciones —alguien que carecía de contacto con la realidad— y que debería quedarse callado. El término es empleado en formas sorprendentemente similares en la carta de Bondi, La Russa y Verdini.

Ahora bien, yo claramente no daría por hecho que los tres firmantes de la carta, si bien ciertamente intelectuales (tanto que se jactan de su conocimiento del término “autorreferente”) sabrían acerca de las controversias de hace 110 años. Más bien, creo simplemente que Bondi et al tienen una memoria genética de antiguos hábitos polémicos, entre ellos etiquetar a alguien cuyas ideas son diferentes de las suyas, como un sucio intelectual.

Me recuerda a un desafortunado prelado, Salvatore Pappalardo, quien siendo arzobispo de Palermo en 1992 se refirió a la mafia como “la sinagoga de Satanás”, lo que ofendió grandemente a la comunidad judía. El clérigo se disculpó, diciendo que había empleado la palabra en “el viejo sentido de lugar de reunión”. Pero el sentido peyorativo de la expresión persistió, el mismo sentido que ha alentado su uso en polémicas antisemíticas que surgieron en el tiempo del asunto Dreyfus. En última instancia es una cuestión de si una expresión ha arrastrado tras de sí el olor de sus vergonzosos orígenes, mancillando con ello su uso incluso en los sermones mejor intencionados.

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