martes, 18 de enero de 2011


Crisis de partidos y elecciones 2011

Dom, 31/10/2010 

La República
Por Luis Jaime Cisneros


Las últimas semanas nos han ofrecido tristes testimonios de nuestra vocación cívica. Todos los acontecimientos nos han mostrado en carne viva cuán desvalida se halla nuestra vida democrática y cuánto significa la falta de partidos políticos organizados. Somos un país que carece de formación política sólida. No hemos sido capaces de organizarnos alrededor de ideas sustanciales, y hemos preferido siempre repetir las afirmaciones de eventuales dirigentes. Por eso carecemos realmente del auxilio de los partidos políticos. El poder, el éxito, el dinero han terminado por ser dioses particulares que merecen adhesión ciega. Hemos considerado más importante todo lo relacionado con el poder que lo relacionado con el gobierno de la nación. Nuestra preocupación cívica no tiene vinculación alguna con lo que aprendimos de los griegos al respecto. Es una triste lección, que debemos aprovechar ahora, ante la inminencia de la convocatoria presidencial. Hombres pensantes, reflexivos, de clara conducta cívica son los que podrán ayudarnos a reflexionar. No se trata de agruparnos tras una figura circunstancial y emblemática. Si no nos juntan las ideas, no estamos políticamente preparados para interesarnos por el país.

Estos últimos 20 años deben obligarnos a reflexionar, para evitar que la historia se repita. La palabra historia tiene, en la hora actual, significativa trascendencia. Los profanos suelen entender la historia como una memoriosa y desajustada mirada hacia el pasado, y ahí congregan lo que ya transcurrió y puede, tal vez, entregarse al olvido. Sin embargo, la vida de los pueblos se mide por la memoria de lo vivido, que guarda los cimientos de lo perdurable. La historia que nos interesa tener presente es la que ilustra el continuo desarrollo de las ideas medulares y de los hombres, la historia de las gestas, la historia del desasosiego y el triunfo y la derrota de quienes dieron su vida para que el Perú no fuera una chacra sino una tierra sólida para asentar la justicia social y para la paz y para el goce general de la salud y la cultura.

La historia que a nosotros nos interesa destacar y defender es la que se entronca con el pasado, se engarza inexorablemente con el presente y acá y ahora, entre asombro, dolor y lágrima contenida, convoca a nuestra juventud a la desazón, el desconcierto y la desesperanza. Y escribo estas líneas porque –hombre de universidad como soy– me siento obligado a hablar de coraje y esperanza. Estamos hechos para la observación y para la denuncia oportuna. Estamos entrenados para frecuentar los difíciles caminos de la verdad. No voy a explicar ni a recordar qué ha pasado en estos últimos 20 años, porque testigos hemos sido (y, a veces, involuntarios protagonistas) de cuántos errores y graves pecados se cometieron, y cuánta responsabilidad nos alcanza a los unos y a los otros. Pero sí debo alertar sobre los graves y equívocos momentos que nos asedian, porque debo prevenir a la juventud sobre los negros nubarrones que se ciernen en el horizonte. Debemos aprovechar que la juventud está entrenada para frecuentar los difíciles caminos de la verdad.

Las elecciones finiseculares del 2000 fueron para todos nosotros un triste espectáculo de bochorno y escarnio. Nadie supo estar a la altura de las circunstancias. El clima en que se desarrolló la segunda vuelta no fue ciertamente modelo de envidiable ejemplaridad. Nos basta evocarlo escuetamente para hacer frente, corajudamente, a lo que hemos ayudado a cosechar. Estos últimos años no nos han proporcionado, ciertamente, cuadros de miseria moral, pero ¿de qué vale anunciar gozosamente que dentro de pocos años celebraremos 200 años de vida independiente, si todavía (debemos reconocerlo) somos esclavos de la ignorancia, de la indecencia, de rabias viscerales desprovistas de un halo de armonía, de justicia, de sana libertad.

Los jóvenes que en el 2011 votarán por vez primera deben ser testigos de una campaña electoral en la que quede muy claro que se aspira al buen gobierno de la república, y no al ejercicio del poder. Ese objetivo exige un lenguaje claro. Hay que eliminar el lenguaje a media voz, que no ha sido nunca mensajero de la verdad y la justicia. Si en los próximos períodos presidenciales logramos desterrar del desafío electoral la voluntad de alcanzar el poder, habremos llegado a disfrutar realmente que somos un país libre e independiente.

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