martes, 20 de abril de 2010


¿Sirven las ideas en el Perú?

Por Alfredo Barnechea
17 de Agosto del 2008
Correo
Dato
Pero el intelectual, como el político, no debe abandonarse al desaliento efugiarse en la catástrofe. Tiene que recoger, una y otra vez, la piedra de Sísifo, sobre todo en el Perú
¿Sirvieron las ideas en el Perú? Este es, en el fondo, el tema del fascinante libro, Intelectuales y poder en la historia del Perú, que han editado Carmen Mc Evoy y Carlos Aguirre, y que me invitaron a presentar esta semana junto con Carlos Iván Degregori.

El libro está organizado en torno a "casos" de intelectuales y sus relaciones con la política, a lo largo de un horizonte de más de cuatrocientos años, de la colonia a nuestros días.

Las relaciones entre gentes de pensamiento y de poder son tan viejas como el mundo. En la antiguedad clásica, la relación emblemática fue acaso la de Alejandro con su compatriota y tutor, Aristóteles, a ratos casi un espía macedonio en la ciudad por excelencia, Atenas.

Con todo, la noción del intelectual como gran figura pública, como faro de una nación, es una creación del XIX.

La palabra "intelligentsia" apareció en Rusia hacia 1860, y designaba no a los que buscaban el poder, sino precisamente a los que no querían seguir las carreras profesionales en la administración del Estado sino que estaban absorbidos por los problemas filosóficos.

A fines de ese siglo, en Francia, la figura del intelectual se agigantó durante el caso Dreyfus, y el célebre "Yo acuso" de Zola. El intelectual se convirtió en sacerdote y líder, maestro e ícono. Hay quienes creen que los últimos cien años de Francia pueden dividirse en los años Maurras, los años Gide, y los años Sartre...

El intelectual ha tenido cuatro grandes papeles.

El primero es como "arbitrista", aquel que "inventa planes, disparatados o empíricos, para aliviar la hacienda pública y remediar males políticos". Surgieron en España en la época del Quijote, cuando la gran potencia imperial comenzaba a dudar de sí misma. Es la función "programática" del intelectual (nuestros hombres del 900 caerían, creo, dentro de este grupo).

El segundo es el intelectual como rebelde, sea religioso, cultural o político. Es la imagen romántica que podría preferirse, pero no es la única y no ha sido necesariamente la actitud mayoritaria.

Porque el tercer papel es el intelectual como áulico, como abogado del Leviatán. Este papel poco romántico ha sido muy frecuente en todos los tiempos, incluido el siglo XX. Quien es habitualmente señalado como la más alta inteligencia filosófica del siglo, Heidegger, fue al mismo tiempo un servil acólito de Hitler, para no hablar de los innumerables intelectuales que justificaron a Stalin. (Los intelectuales de la Colonia se ubicarían mayoritariamente aquí).

El cuarto es un papel menos evidente, pero acaso el de mayor influencia, y es el intelectual como narrador, como organizador de una cierta idea de nación.

Respecto al papel del intelectual, como en muchas otras cosas, América Latina se parece a Rusia. Continentes en los márgenes de la Ilustración, con Naciones-Estado con construcciones deficientes o incompletas, en ellos el intelectual suplantó al Estado, a los partidos, a la sociedad civil, a veces a Dios (como parece mostrarlo el caso de Tolstoi).

¿Fueron "eficientes" los intelectuales en la historia peruana, definieron sus debates las maneras en las que el Perú se organizó?

Lo que este libro cuenta no parece confirmarlo. Fracasaron los "arbitristas" del XVIII, en sus sueños del patriotismo criollo. Fracasaron, y cuán clamorosamente, los ideólogos de la Emancipación. Basta comparar su impacto con el de Bello en Chile para saberlo. Fracasaron los que imaginaban el desarrollo en la época del guano, y vieron que la modernidad era arena entre los dedos. Fracasaron, y con qué grandeza pero al mismo tiempo de que manera tan melancólica, los hombres del Novecientos.

¿Fueron ineficientes todos? De pronto hubo unos pocos "exitosos", y estos fueron los narradores. No me refiero a novelistas (y hubiera sido interesante que los editores hubieran incluido un capítulo sobre los intelectuales y las elecciones, que habría tenido a Mario Vargas Llosa en el centro, capítulo que podría compararse con las historias de México y Vasconcelos, o Argentina y Sarmiento). Me refiero a los narradores de una idea duradera del Perú, a los creadores de un mito nacional. Pienso primordialmente en Garcilaso y en Raimondi. Por un lado el sueño de la nación mestiza, heredera de la vieja grandeza incaica, y por el otro el mito de la riqueza, la opulencia casi bíblica de Ofir.

Hoy tenemos una enorme fragmentación en la sociedad y en la cultura peruanas. Los paradigmas (por ejemplo hispanismo versus indigenismo) que dominaron décadas el debate, son inservibles. No surge una nueva "narrativa" integradora, que escape de los mitos del pasado y ayude a esta nación ecléctica, "fusionada" en todo comenzando por su música y su gastronomía, a caminar en el mundo global.

El intelectual ha sido reemplazado por la (o el) ¡Celebrity! inculta. El periodismo cultural, del que salieron antaño aquí y en todas partes las ideas (por ejemplo Ortega y Gasset), está en decadencia. La universidad no es más faro, asilo ni plataforma. Carecemos de la producción intelectual descentralizada del pasado (como en los tiempos de la Bohemia norteña de Haya y Vallejo, o los comunistas cusqueños de Resurgimiento).

Presentamos el libro en el Instituto Riva-Aguero, la casa ancestral del Marqués de Aulestia, y hacerlo era una admisión de fracaso. Por algo García Calderón, que salió del manicomio para pronunciarlo, dijo en su discurso memorable de 1949 sobre Riva-Aguero, que cuando éste murió, la gente que desfilaba ante su féretro sabía que allí yacía una oportunidad perdida.

Pero el intelectual, como el político, no debe abandonarse al desaliento ni refugiarse en la catástrofe. Tiene que recoger, una y otra vez, la piedra de Sísifo, sobre todo en el Perú. Cuando no había siquiera carretera entre Río de Janeiro y Sao Paulo, el barón de Río Branco dijo que Brasil estaba condenado a ser grande. Lo mismo puede decirse con confianza del Perú, al que Riva-Aguero llamó el país primogénito de la América del Sur.

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